Reconozco que soy de bocatas. De chaval, esas meriendas que me esperaban en casa al salir de clase a base de pan y chorizo me chiflaban. El pan con chocolate me traía más problemas. Me encantaba tanto el chocolate que siempre me sobraba el pan; “si no comes el pan, no comes el chocolate” era la guerra de mi madre. Quizá porque su testarudez era mayor que la mía, hoy soy incapaz de comer nada sin pan. Últimamente, en no pocas empresas por las que paso, me toca arreglar desaguisados que son el resultado de intentos de cambio hacia modelos culturales más abiertos, más participativos, menos jerárquicos.
Modelos donde las personas ganan un gran protagonismo como eje central de la actividad, donde se les cede un gran espacio de libertad en la toma de decisiones y de colaboración en el diseño funcional de la organización. Todo ello supongo, con el objetivo saludable de aumentar su motivación, conseguir una mayor identificación con los colores de la marca y, a su vez, quiero pensar, para maximizar el desarrollo de todo el potencial y talento de los equipos.
Pan y chocolate. En algunas de estas empresas ves cómo algunos deambulan con el morro pringrao de chocolate hasta la punta de la nariz relamiéndose las comisuras de los labios sin pudor, mientras otros, cargan con hogazas de pan tamaño familia numerosa. Otros, haciendo pucheritos con lánguidos suspiros, lloriquean con un quejido eterno “el jefe no me da más chocolate y mira toda la tarea, perdón, todo el mendrugo de pan que me queda.” Efectivamente, algunos libros conviene que se lean hasta don-de dice fin o no empezar a leerlos jamás.
No hay modelo bueno ni modelo malo. Los ejércitos llevan funcionando jerárquicamente y con el conducto reglamentario en sus comunicaciones internas como único sistema desde la primera de todas las batallas hasta hoy. Que digo yo, que eso de intentar el consenso participativo entre los soldados, por votación a mano alzada, siempre y cuando haya quórum, para decidir si atacamos al amanecer, quizá retrase un poco el asunto y se nos eche la noche encima.
En virtud del sector, del perfil de las personas, su desarrollo, de la actividad, de los antecedentes, de los resultados, de las dificultades, de las urgencias, de la naturaleza de los conflictos, etc., conviene reflexionar cuál de los modelos posibles de gestión del liderazgo y de las personas es el más conveniente en cada momento y circunstancia. Y ninguno que yo conozca está libre de efectos secundarios.
A mi modo de ver, existen demasiadas personas, gurús, exclamando a los cuatro vientos que han encontrado el modelo definitivo y, allí por donde pasan, lo calzan.
No existe una sola forma de hacer bien las cosas, y la mía no es ni la única, ni la mejor, créanme.
El éxito no depende tanto del modelo, sino de la elección del modelo en primer lugar, para después implementarlo con estrategia controlando los efectos secundarios.
Si vuelven a leer este último párrafo verán que tiene trampa. Efectivamente, si el éxito dependiera “del modelo”, me empeñaría en implantarlo dado que solo creo en uno: en el bueno, en el único. Sin embargo, si depende de “la elección del modelo”, me obliga a la reflexión y análisis previo, con lo que estoy dando por hecho que a lo mejor hay más modelos y se trata de elegir el más conveniente.
Decía mi aitite que “no creo en la religión católica que es la verdadera, como para creer en la de los demás”. Aitite me venía a decir que la verdad está demasiado repartida y que debería desconfiar de aquel mesías que diga haber encontrado la “única verdad verdadera”. De tal aitite, tal astilla.